Un movimiento juvenil se extiende por Europa. Empezó hace unos meses en Inglaterra y se propaga con rapidez por Holanda, Bélgica, Alemania, Francia, Suecia, Dinamarca… Probablemente pronto lo veremos por aquí. Está formado por adolescentes de entre doce y dieciocho años que, un día a la semana, dejan de acudir a colegios e institutos y se manifiestan. Lo hacen sin ruido, sin consignas, casi sin pancartas. Simplemente se muestran para que los miremos a los ojos y les expliquemos el mundo que les hemos dejado. Son ellos los que van a tener que enfrentarse a las incertidumbres de un mercado laboral cambiante y precario, a las políticas de ajustes y, sobre todo, a los desastres medioambientales. Ellos estarán a los mandos del mundo en esos años 2030-2040 en los que se dejarán sentir de manera absolutamente innegable los efectos del cambio climático. Impresiona verlos desfilar. No hace falta que griten ni siquiera que se muestren indignados. Su sola presencia constituye, más que reivindicación, reproche insoportable. “¿Qué habéis hecho con nosotros?”, parecen decir. Una bofetada merecida porque somos la generación que más ha contribuido a la degradación del planeta.

El movimiento cuenta con la simpatía de la población, incluso de parte de la clase política. Es, quizá, la única forma de acallar la mala conciencia. Darles la razón. Hace un par de semanas los estudiantes belgas hicieron una sentada ante la casa de Marie-Christine Marghem, ministra de energía y medioambiente. Cuando la ministra salió para dialogar, los jóvenes se negaron. Se diría que, para ellos, terminó el tiempo de todos esos discursos que han permitido tanto funambulismo político. No es hora de palabras sino de hechos o, más bien, de desoladoras comprobaciones. “Mira a tu alrededor, luego míranos a la cara y avergüénzate”. Eso es todo.

La confianza en las instituciones se derrumba en las democracias occidentales. En unos países más que en otros. Pero en todos se abre una brecha creciente entre dirigentes y ciudadanos. Los “ministerios para la transición ecológica”, de moda en los últimos años, no han conseguido recuperar esa confianza. Se antojan una más de esas operaciones de maquillaje a las que tan acostumbrados nos tienen. Disimular, aparentar, pero sin actuar de verdad contra los problemas derivados de los intereses en juego. La dimisión de Nicolas Hulot unas semanas después de ser nombrado por Macron al frente del ministerio francés para la transición ecológica constituyó una seria, aunque ignorada, advertencia. “No quiero mentirme”, declaró, “pero esta política de pequeños pasos no puede hacer frente al mayor desafío con el que ha tenido que enfrentarse la humanidad.” Y eso ocurre en los países que han aceptado cambios. De Estados Unidos, Rusia y China, los más contaminantes, ni hablamos. Porque han decidido ignorar el problema, incluso, en el caso de USA, abandonar el protocolo de Kyoto para la reducción de emisiones. Carta blanca a la barbarie mientras sea productiva.

“¿Nos dais la vida al mismo tiempo que matáis el mundo?”. La paradoja no puede ser más desconcertante para los jóvenes. El reciente rapapolvo de Greta Thumberg, militante climática sueca de 16 años, a las autoridades europeas ha levantado un gran revuelo. Pero, como ella misma reconoce, no va a concretarse en acciones. Quizá es por eso por lo que una corriente de pensamiento como el antinatalismo encuentra cada vez más adeptos. El caso de Raphale Samuel, el hindú que denunció a sus padres por haberle traído a un mundo sin expectativas, obedece a estos principios. Y el éxito de una película como Cafarnaüm, en la que un refugiado sirio de doce años reprocha a sus padres la irresponsabilidad de seguir procreando en circunstancias tan adversas, también. ¿Es amor traer hijos a un mundo donde les espera sufrimiento y adversidad? ¿Dónde termina el afán paternal y dónde empieza la responsabilidad esterilizante?

El antinatalismo puede parecer aberrante pues va contra el impulso básico de toda especie, su reproducción. Es una suerte de filosofía suicida que se opone al mismo mandato genético. Es también un síntoma de la conciencia amordazada, quizá, simplemente, distraída ante el deterioro ambiental. De hecho, se podría definir como una eutanasia prenatal, mejor no nacer que afrontar los padecimientos de un mundo apocalíptico. Es la manifestación radical de una impotencia, la de renunciar a un estilo de vida, frenar los mecanismos de la sobreexplotación y del constante incremento de beneficios. El rutinario confort del momento pasa por delante de una catástrofe anunciada.

Curiosamente, en tan críticos momentos, crecen las corrientes políticas autoritarias que consideran la ecología un invento de progres aprensivos, abren las puertas a un mayor saqueo del verde y del azul y nos hacen creer que lo único importante es la nación y la bandera. En España se abre un período electoral en el que el debate principal va a centrarse en tan patrióticos valores, olvidando que sin ecología no hay estado ni nación ni territorio ni siquiera tierra en la que clavar la bandera. El cambio climático está aquí y, aunque no se dice lo suficiente, es irreversible. A no ser que una manifestación de adolescentes mirándonos a los ojos nos haga cambiar de actitud. Pero ya.

Un texto de Antonio Altarriba

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