«Chelo». La última guerrillera antifranquista.

«Chelo». La última guerrillera antifranquista.

Ha muerto Consuelo Rodríguez López «Chelo». La última guerrillera antifranquista. En los enlaces que mostramos a continuación tendréis acceso al documental La isla de Chelo (versiones española y fancesa), realizado en 2008 por Odette Martinez con Ismaël Cobo y Laetitia Puertas dónde Chelo cuenta su trayectoria como luchadora y su pasión por la libertad.

Isla de Chelo: version española. Contraseña: SpanCheloWEb

L’Ile de Chelo : version française. Mot de passe: ILEchEloWEB

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Otras publicaciones sobre Chelo:

Anexo 4 publicado en castellano en el libro colectivo, La memoria cinemátográfica de la guerrilla antifranquista Editado por Pere Joan Tous y Cornelia Ruhe

Un documental de 57 mn. por Odette Martínez Maler, Ismael Cobo y Laetitia Puertas.

Artículo sobre el documental La isla de Chelo escrito por Odette Martinez publicado en 2012 en Memoria y testimonioRepresentaciones memorísticas en la España contemporánea coordinadas por Georges Tyras y Juan Vila.

El testigo en la pantalla. A propósito de “La Isla de Chelo”. Editores Georges Tyras et Juan Vila, Editorial Verbum, Madrid, 2012, pp. 132-147.

Artículo escrito por Odette Martinez en 2005 sobre el testimonio filmado de Chelo en la revista dirigida por George Tyras, amigo y aliado de esta obra de transmisión de los testimonios de los resistentes antifranquistas y traductor de las obras de Alfons Cervera. (en francés)

Paroles de résistante au risque de l’archive audiovisuelle: indices du passé et traces du présent. Odette Martinez-Maler. BDIC-Bibliothèque de documentation internationale contemporaine.

LOS QUE NO QUIEREN NACER

LOS QUE NO QUIEREN NACER

Un movimiento juvenil se extiende por Europa. Empezó hace unos meses en Inglaterra y se propaga con rapidez por Holanda, Bélgica, Alemania, Francia, Suecia, Dinamarca… Probablemente pronto lo veremos por aquí. Está formado por adolescentes de entre doce y dieciocho años que, un día a la semana, dejan de acudir a colegios e institutos y se manifiestan. Lo hacen sin ruido, sin consignas, casi sin pancartas. Simplemente se muestran para que los miremos a los ojos y les expliquemos el mundo que les hemos dejado. Son ellos los que van a tener que enfrentarse a las incertidumbres de un mercado laboral cambiante y precario, a las políticas de ajustes y, sobre todo, a los desastres medioambientales. Ellos estarán a los mandos del mundo en esos años 2030-2040 en los que se dejarán sentir de manera absolutamente innegable los efectos del cambio climático. Impresiona verlos desfilar. No hace falta que griten ni siquiera que se muestren indignados. Su sola presencia constituye, más que reivindicación, reproche insoportable. “¿Qué habéis hecho con nosotros?”, parecen decir. Una bofetada merecida porque somos la generación que más ha contribuido a la degradación del planeta.

El movimiento cuenta con la simpatía de la población, incluso de parte de la clase política. Es, quizá, la única forma de acallar la mala conciencia. Darles la razón. Hace un par de semanas los estudiantes belgas hicieron una sentada ante la casa de Marie-Christine Marghem, ministra de energía y medioambiente. Cuando la ministra salió para dialogar, los jóvenes se negaron. Se diría que, para ellos, terminó el tiempo de todos esos discursos que han permitido tanto funambulismo político. No es hora de palabras sino de hechos o, más bien, de desoladoras comprobaciones. “Mira a tu alrededor, luego míranos a la cara y avergüénzate”. Eso es todo.

La confianza en las instituciones se derrumba en las democracias occidentales. En unos países más que en otros. Pero en todos se abre una brecha creciente entre dirigentes y ciudadanos. Los “ministerios para la transición ecológica”, de moda en los últimos años, no han conseguido recuperar esa confianza. Se antojan una más de esas operaciones de maquillaje a las que tan acostumbrados nos tienen. Disimular, aparentar, pero sin actuar de verdad contra los problemas derivados de los intereses en juego. La dimisión de Nicolas Hulot unas semanas después de ser nombrado por Macron al frente del ministerio francés para la transición ecológica constituyó una seria, aunque ignorada, advertencia. “No quiero mentirme”, declaró, “pero esta política de pequeños pasos no puede hacer frente al mayor desafío con el que ha tenido que enfrentarse la humanidad.” Y eso ocurre en los países que han aceptado cambios. De Estados Unidos, Rusia y China, los más contaminantes, ni hablamos. Porque han decidido ignorar el problema, incluso, en el caso de USA, abandonar el protocolo de Kyoto para la reducción de emisiones. Carta blanca a la barbarie mientras sea productiva.

“¿Nos dais la vida al mismo tiempo que matáis el mundo?”. La paradoja no puede ser más desconcertante para los jóvenes. El reciente rapapolvo de Greta Thumberg, militante climática sueca de 16 años, a las autoridades europeas ha levantado un gran revuelo. Pero, como ella misma reconoce, no va a concretarse en acciones. Quizá es por eso por lo que una corriente de pensamiento como el antinatalismo encuentra cada vez más adeptos. El caso de Raphale Samuel, el hindú que denunció a sus padres por haberle traído a un mundo sin expectativas, obedece a estos principios. Y el éxito de una película como Cafarnaüm, en la que un refugiado sirio de doce años reprocha a sus padres la irresponsabilidad de seguir procreando en circunstancias tan adversas, también. ¿Es amor traer hijos a un mundo donde les espera sufrimiento y adversidad? ¿Dónde termina el afán paternal y dónde empieza la responsabilidad esterilizante?

El antinatalismo puede parecer aberrante pues va contra el impulso básico de toda especie, su reproducción. Es una suerte de filosofía suicida que se opone al mismo mandato genético. Es también un síntoma de la conciencia amordazada, quizá, simplemente, distraída ante el deterioro ambiental. De hecho, se podría definir como una eutanasia prenatal, mejor no nacer que afrontar los padecimientos de un mundo apocalíptico. Es la manifestación radical de una impotencia, la de renunciar a un estilo de vida, frenar los mecanismos de la sobreexplotación y del constante incremento de beneficios. El rutinario confort del momento pasa por delante de una catástrofe anunciada.

Curiosamente, en tan críticos momentos, crecen las corrientes políticas autoritarias que consideran la ecología un invento de progres aprensivos, abren las puertas a un mayor saqueo del verde y del azul y nos hacen creer que lo único importante es la nación y la bandera. En España se abre un período electoral en el que el debate principal va a centrarse en tan patrióticos valores, olvidando que sin ecología no hay estado ni nación ni territorio ni siquiera tierra en la que clavar la bandera. El cambio climático está aquí y, aunque no se dice lo suficiente, es irreversible. A no ser que una manifestación de adolescentes mirándonos a los ojos nos haga cambiar de actitud. Pero ya.

Un texto de Antonio Altarriba

DENUNCIA Y VERÁS

DENUNCIA Y VERÁS

“¡Qué malo es Villarejo!”, “enfanga la vida política”, “no podemos consentir sus chantajes al Estado”… Ha sacado a la luz las comisiones del rey emérito, la incorrecta locuacidad de la ministra de Justicia, los encargos particulares de Cospedal… No deja de resultar extraño –o, quizá, habitualmente esperpéntico- que nuestro villano nacional sea un comisario. Sin embargo, el fango con el que nos salpica no lo fabricó él. Se limitó a grabarlo y ahora lo utiliza en función de sus intereses. Villarejo no es la causa sino la consecuencia de la podredumbre del sistema, al menos de una parte importante del mismo. PP y PSOE parecen unidos en la estrategia de matar al mensajero. Es más, habida cuenta de su prolongado silencio, pudiera ser que los “fontaneros” de ambos partidos hayan logrado atajar las filtraciones.

Pero Villarejo no es el único que denuncia en este país. Y la mayor parte de los denunciantes lo hacen con propósitos menos interesados. José Luis López Peñas, concejal de Majalahonda, destapó el caso Gürtel y ha contado a quien le ha querido escuchar el acoso al que fue sometido, sin disponer nunca de protección oficial. Ricardo Costa la consiguió por vía judicial tras exponer las amenazas recibidas desde el círculo de Francisco Camps. Luis Gonzalo Segura, el teniente que denunció la corrupción en las fuerzas armadas, en lugar de ser escuchado, fue separado del ejército en 2015. Ascensión López cumple once años de prisión tras haber denunciado a la monja Dolores Baena como cómplice en el robo de bebés del que la misma Ascensión fue víctima. Los denunciantes de la pederastia en la Iglesia católica tampoco han tenido mucha suerte en España. El caso Romanones, uno de los de mayor trascendencia mediática, se cerró el año pasado con la absolución de Román Martínez, el sacerdote acusado. Gloria Moreno, sargento del Seprona, se enfrenta a cuatro años de cárcel por haber denunciado maltrato animal en Fuerteventura. La abogada Ainhoa Alberdi sufrió amenazas tras denunciar lo que se ha convertido el caso De Miguel, que investiga la corrupción en el PNV. Sin salir de Euskadi, Roberto Sánchez y Patxi Nicolau, denunciantes de las irregularidades en los exámenes de Osakidetza, sufrieron descalificaciones de todo tipo. Son numerosos los casos de mujeres guardias civiles o militares que han visto cómo sus denuncias de acoso, incluso de violación, se volvían contra ellas. Hace tan sólo unos días hemos sabido que un elevado porcentaje de las mujeres que denuncian violencia de género han sido sometidas a procedimientos tan desalentadores que el 60% de ellas no volvería a denunciar. Y aún queda el caso, casi leyenda urbana, de Ramón Francisco Arnau de la Nuez, exagente del CESID conocido como “el Araña”, que lleva veinte años en prisión por acusar a Juan Carlos I de más de mil delitos.

No, España no es país para justicieros. Pero el resto del mundo también cuenta con notables y muy perseguidos denunciantes. Julian Assange, famoso por las filtraciones de Wikileaks, lleva encerrado en la Embajada de Ecuador desde 2012. Edward Snowden, denunció el programa PRISM de vigilancia masiva y ahora goza de asilo provisional en Rusia. Hervé Falciani sigue reclamado por la justicia suiza desde que publicara en 2008 la famosa lista de 130.000 evasores fiscales. Roberto Saviano, tras denunciar en su libro Gomorra a la Camorra napolitana, vive con protección policial.

Sin embargo, nos hemos educado en una mitología moral en la que el héroe es, precisamente, el que denuncia. Contra viento y marea, corriendo riesgos, nos da una lección de integridad marcando con claridad la línea que separa el bien del mal. No duda en señalar la tiranía, la corrupción, el abuso y lo hace desafiando enemigos peligrosos. Este gesto, siempre impulsado por el bien común, le cuesta la condena, el desprestigio, incluso la vida. Se sitúa en la lucha eterna entre la arbitrariedad del poder y el afán de justicia. Nos han contado tantas veces ese relato, trágico al tiempo que ejemplar, que tendemos a pensar que ocurre en el pasado, que una sociedad democrática, correcta y moderna nunca lo permitiría. Los ejemplos citados, unos cuantos entre muchos, ponen de manifiesto su vigencia. El desamparo del denunciante es reconocido por asociaciones de magistrados e instituciones internacionales que exigen a España una ley de protección de testigos.

Una sociedad justa no produce héroes. En ella la normalidad garantiza una convivencia benévola y el ciudadano no se ve obligado a escoger entre la ignominia y la hazaña. A la vista de los casos aquí denunciados, se diría que, al menos por estas tierras, el héroe sigue existiendo, prueba de la pervivencia de la injusticia y, sobre todo, de quienes desde el poder están dispuestos a mantenerla. Los malos siguen donde siempre han estado. Con un agravante, que ahora la memoria del héroe ya no pervive en forma epopeya o de canción sino que queda acallada por el fuego cruzado de los discursos que, sin descanso, se disputan el control de nuestro criterio y adormecen nuestro coraje.

Antonio Altarriba

LA ESPERANZA O EL ODIO

LA ESPERANZA O EL ODIO

Vamos a mejor. Nuestros hijos vivirán mejor que nosotros como nosotros vivimos mejor que nuestros padres. Y así, una generación tras otra, hasta el final de los tiempos. Esta noción de la Historia como una línea de logros que avanza hacia la perfección social y la realización personal está profundamente arraigada en nuestro imaginario. Pero en los últimos tiempos pierde fuerza. Todavía no hemos vuelto a aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero nuestra confianza en el futuro se tambalea.

La modernidad instaló la idea de progreso ilimitado, un horizonte de expectativas permanentemente abierto en el que cada vez seríamos más sabios y, como consecuencia, más ricos, incluso más buenos. De hecho, nadie en sus cabales preferiría vivir en la Edad Media, en la Roma antigua y, mucho menos, en la Prehistoria. Tendemos a considerar el pasado como tiempo de barbarie donde la miseria, la superstición y la tiranía imponían su durísima ley. Vienen a nuestra mente figuras como Nerón, Calígula, Iván el Terrible o Torquemada, refinados o brutales asesinos presidiendo tiempos de esclavitud y tortura, infestados por la peste, la violencia y la intolerancia.

Puede que la conciencia ecológica haya tenido un importante papel a la hora de desinflar este globo de autocomplacencia. La evidencia de la finitud de los recursos y de los desastrosos efectos de su explotación constituyó, a pesar de negacionismos, la primera señal de alarma. Así empezamos a utilizar términos como reciclaje, retorno, decrecimiento… A partir de los años sesenta se abrió paso la idea de que el mejor futuro, quizá el único, fuera volver al pasado. Este cuestionamiento de los procesos de generación de riqueza obligó a reconsiderar las perspectivas históricas más optimistas.

Al fin y al cabo y con la distancia de los años ¿ha habido siglo más convulso que el XX? La mortandad alcanzada en los conflictos bélicos batió todos los récords y los sangrientos caprichos de reyes o emperadores quedaron empequeñecidos ante la estela de muerte dejada por dictadores como Hitler, Stalin o Mao, sólo por citar a los responsables de decenas de millones de víctimas.

Podríamos argumentar que en las últimas décadas se han extendido políticas de derechos humanos, reconocimiento de minorías, regímenes democráticos y otras fórmulas virtuosas. Sin embargo, a pesar de la avalancha de corrección, las diferencias entre pobres y ricos son hoy las mayores de la historia. Como consecuencia, el poder se halla concentrado en menos manos y se han reducido las posibilidades de progresión social. En un mundo presidido por los más irreprochables valores reina el mayor porcentaje de injusticia que el mundo haya conocido.

Estas evidencias inciden de manera muy diversa en nuestra sociedad. Porque si no tenemos futuro o no es tan prometedor, cambian las políticas y hasta la manera de ver el mundo. La esperanza estructuraba nuestro pensamiento orientándolo hacia la idea de un paraíso prometido. Las doctrinas sociales reconvirtieron al laicismo una noción sustentada antes por las religiones, reduciendo el goce celestial a felicidad terrenal o a justicia social. Desde el punto de vista capitalista, las mejoras científicas y tecnológicas permitirían trabajar menos, vivir más y mejor. Desde el punto de vista obrero, la lucha de clases llevaría a la eliminación de la injusta dicotomía entre explotadores y explotados, conduciendo a la igualdad y a la libertad. De una manera o de otra, alcanzaríamos el paraíso en la tierra.

La crisis, que tanto nos ha afectado y sobre la que tan poco sabemos, ha venido a rematar las ya debilitadas esperanzas en un porvenir luminoso. Todavía no sabemos cómo empezó, si ha terminado o si va a volver con más fuerza. ¿Fue provocada por la quiebra de Lehman Brothers, la venta de subprimes, la burbuja del ladrillo o por vivir por encima de nuestras posibilidades? ¿Las políticas de ajustes fueron beneficiosas o contraproducentes? ¿Ha disminuido la deuda pública y la privada? Esta interesada ambigüedad permite decir un día que hemos recuperado las tasas de empleo y al día siguiente que la vuelta al derroche nos va a castigar más que en 2008. En cualquier caso, el mercado del empleo parece haber cambiado definitivamente. Ya nadie se atreve a prometernos amaneceres que cantan, trabajos estables ni tan siquiera pensiones dignas. Y si las esperanzas capitalistas hacen aguas, las proletarias lo hicieron hace décadas, con las críticas al marxismo y con el derrumbe de los regímenes comunistas. Así que, tanto por la vía del capital como por la obrerista, nuestras esperanzas se esfumaron. Y la esperanza era el mejor aglomerante social. Todos nos unimos en torno a un objetivo que promete mejoras. Pero cuando la esperanza desaparece, surge ese otro pegamento social que es el odio. Funcionan como vasos comunicantes. Sólo nos unimos en torno a una meta o a un peligro. Así vemos cómo se instalan los discursos que construyen un “otro” amenazador. Catalán, español, musulmán, gitano, refugiado, homosexual, feminista… La lista de enemigos aumenta y nosotros, cada vez más desesperanzados, nos dejamos infiltrar por el miedo y adoptamos posiciones de rechazo. Y no es lo mismo estar unidos por la esperanza de conseguir un bien que por el odio para combatir al diferente.

Un texto de Antonio Altarriba

http://www.antonioaltarriba.com/la-esperanza-o-el-odio/

Antonio Altarriba en Heraldo de Aragón 

Heraldo de Aragón | ANTÓN CASTRO

El zaragozano, creador de ‘El ala rota’ y ‘El arte de volar’ y estudioso de los tebeos, recibió el Gran Premio del Salón de Barcelona

«Sigo instalado en una nube y tengo la sensación de que levito a quince centímetros del suelo», dice Antonio Altarriba (Zaragoza, 1952), desde Barcelona. Ayer recibía el Gran Premio de la 37 edición del Salón del Cómic de Barcelona. «Llevo unos cuantos años en esto, estudiando y redactando guiones, colaborando con mucha gente, y notas una corriente de afecto y de complicidad que emociona», insiste. Agrega: «Me habían llevado un poco engañado. Me habían dicho que me iba a entregar un premio, y yo veía que no me llamaban y no me llamaban, y empecé a mosquearme o a olerme la jugada. Casi me quedo sin habla».

Explica también que de lo que más orgulloso se siente no es exactamente de su obra –y es el autor de títulos imprescindibles como ‘El arte de volar’ y ‘El ala rota’, con Kim, o ‘Yo, loco’, con Keko, que era la continuación de ‘Yo, asesino’–, sino del reconocimiento que han cobrado los tebeos en todo el país.»Vivimos un momento extraordinario, y Aragón es un magnífico ejemplo de ello», subraya.

«Sigo instalado en una nube y tengo la sensación de que levito a quince centímetros del suelo», dice Antonio Altarriba (Zaragoza, 1952), desde Barcelona. Ayer recibía el Gran Premio de la 37 edición del Salón del Cómic de Barcelona. «Llevo unos cuantos años en esto, estudiando y redactando guiones, colaborando con mucha gente, y notas una corriente de afecto y de complicidad que emociona», insiste. Agrega: «Me habían llevado un poco engañado. Me habían dicho que me iba a entregar un premio, y yo veía que no me llamaban y no me llamaban, y empecé a mosquearme o a olerme la jugada. Casi me quedo sin habla».

Explica también que de lo que más orgulloso se siente no es exactamente de su obra –y es el autor de títulos imprescindibles como ‘El arte de volar’ y ‘El ala rota’, con Kim, o ‘Yo, loco’, con Keko, que era la continuación de ‘Yo, asesino’–, sino del reconocimiento que han cobrado los tebeos en todo el país.»Vivimos un momento extraordinario, y Aragón es un magnífico ejemplo de ello», subraya.
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«Cuando en 1981 quise hacer mi tesis doctoral me costó encontrar a quién me tutelase. Y durante años, en el ámbito académico y universitario, he sentido la marginalidad, la incomprensión y las dificultades e incluso el desprestigio. Eso se ha solucionado y ahora el cómic se ha introducido en la didáctica escolar, los profesores lo incorporan en su currículo y se leen en torno a 30 tesis doctorales al año en España», añade Altarriba.

Dice que seguirá trabajando y apostando por la claridad, la energía narrativa, y por «la innovación expresiva, por el uso de todos los recursos posibles porque esta es una disciplina abierta y por la crítica respecto al mundo del arte». Está feliz, también, por el gran eco de las historias de sus padres: ‘El arte de volar’ y ‘El ala rota’, que tantos éxitos le proporcionan.

«¿Que qué pensarían mis padres? Sospecho que no se lo creerían del todo, pero mi padre estaría muy feliz. Me decía siempre: “Esto lo tienen que conocer los más jóvenes”. Él creía en la transmisión. Y además pienso que le harían mucha ilusión algunas historias que le he inventado. De mi madre recibiría un buen rapapolvo y quizá me dijese: “Pero, hijo, ¿era necesario que contaras estas intimidades?”. A la vez, pienso que estaría contenta de que las mujeres de hoy y de generaciones anteriores supieran cómo han vivido, sentido y sufrido nuestras bisabuelas», dice Altarriba, feliz, entusiasta y sin mostrar cansancio alguno, aunque lleva ya dos días casi agotadores de entrevistas.

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