Desde que su creador muriera en 1983, el mundo de Tintín ha quedado varado en una profunda nostalgia. Sus personajes no tienen proyectos, tan sólo recuerdos. Hasta su afán justiciero se ha debilitado. Sin la excitación del viaje, sin misterios que resolver, sin desafíos ni confrontaciones, sus días transcurren en una pasividad polvorienta. Ya no viven la aventura sino la desventura.

 

El capitán Haddock pasa las horas muertas en los sótanos de Moulinsart. Allí construye bajeles en miniatura que remata con un mascarón de proa en forma de unicornio. Una vez terminados, introduce una lista de improperios en su reducido casco. Fleta los barcos desde un pequeño astillero construido en la cloaca del castillo con la intención de que algún día lleguen al mar. Así logra paliar el abatimiento alcohólico… Así entretiene esa melancolía, más negra que las bodegas del Karaboudjian, que le hace desear el definitivo hundimiento… Así mata el tiempo a la espera de ser rescatado por el horizonte…

 

Milú disputa un reñido torneo de ajedrez con un enorme gato negro. Se juegan su aparición en el próximo episodio de la serie, en el caso de que algún día haya uno nuevo. Si el gato gana, sustituye a Milú como compañero de Tintín. Así que nuestro inteligente perro pone el mayor interés en salir victorioso. Con meticulosidad de foxterrier estudia cada jugada, incluso no duda en hacer trampas. Echa polvo de estrella lejana o humo de cigarro faraónico en los bigotes de su rival y, cuando este estornuda, cambia las piezas de sitio. Milú hace todo lo posible para que su contrincante no se apodere de ese tablero de viñetas donde, un álbum tras otro, se dirime el destino de su amo. Porque, aunque el propio Tintín no lo sepa, su suerte depende de que un gato negro no remplace a un perro blanco.

 

El profesor Tornasol no está sordo. Nunca lo ha estado. Sólo está sintonizado en otra longitud de onda. Su paraguas es, en realidad, una antena parabólica, su bocinilla un auricular inalámbrico y el péndulo un dial para buscar la emisora adecuada. A través de esta sofisticada tecnología, recibe conversaciones entre loros transistorizados, imágenes de buques hundidos filmadas por tiburones metálicos, gritos de espectros atrapados en bolas de cristal, monstruos nocturnos grabados por lechuzas insomnes, destellos de tesoros ocultos emitidos por un globo terráqueo… Así que no es que no oiga. Tornasol, simplemente, está a la escucha de otros mensajes. En otro mundo.

 

Todas las noches, antes de acostarse, Bianca Castafiore hace gárgaras con diamantes, se enjuaga con ristras de perlas y, finalizada su higiene bucal, escupe quilates. Por eso su voz es tan transparente, por eso su canto quiebra el cristal. Cuando le roban la esmeralda que le regaló el maharajá de Gopal, el aliento de la Castafiore pierde su olor a clorofila y sus cuerdas vocales se desafinan. El ruiseñor milanés se convierte entonces en papagayo del Caribe y ya no puede cantar las arias de Gounod, tan sólo gritar “¡cielos, mis joyas!”. Cuando la diva recupera sus piedras preciosas, la voz le vuelve nítida y vibrante y su aseo nocturno se llena de nuevo de borborigmos destellantes.

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