Todos sabemos que el pensamiento religioso no es respetuoso. Se basa en principios dogmáticos que no buscan la reflexión sino la adhesión inquebrantable. Se presenta como guardián de la verdad, una verdad única y revelada a la que no se llega por la razón sino por la fe. Proclama mandamientos que establecen una frontera entre el bien y el mal. Condena a quienes los incumplen (o los ignoran) a tinieblas, castigos y distintas formas de infierno. La simple disidencia hace merecedor de la reprobación de la comunidad y lleva aparejados calificativos como “pecador”, “infiel”, “hereje”. Sólo el santo es modelo de vida, guía exclusiva para la salvación.
Viendo las cosas que pasan o, mejor dicho, las cosas que dejamos que otros provoquen, se me ocurren comentarios que a menudo comparto con amigos. Casi siempre coincidimos en el diagnóstico. Sorprende que opiniones tan extendidas tengan tan poco reflejo en el discurso dominante. El circuito político-mediático que alimenta la mayor parte de la información se ha impuesto por encima de evidencias, sentido común y empatía mínima.
Ha muerto Consuelo Rodríguez López «Chelo». La última guerrillera antifranquista. En los enlaces que mostramos a continuación tendréis acceso al documental La isla de Chelo (versiones española y fancesa), realizado en 2008 por Odette Martinez con Ismaël Cobo y Laetitia Puertas dónde Chelo cuenta su trayectoria como luchadora y su pasión por la libertad.
Anexo 4 publicado en castellano en el libro colectivo, La memoria cinemátográfica de la guerrilla antifranquista Editado por Pere Joan Tous y Cornelia Ruhe
Artículo sobre el documental La isla de Chelo escrito por Odette Martinez publicado en 2012 en Memoria y testimonio. Representaciones memorísticas en la España contemporánea coordinadas por Georges Tyras y Juan Vila.
Artículo escrito por Odette Martinez en 2005 sobre el testimonio filmado de Chelo en la revista dirigida por George Tyras, amigo y aliado de esta obra de transmisión de los testimonios de los resistentes antifranquistas y traductor de las obras de Alfons Cervera. (en francés)
“¡Qué malo es Villarejo!”, “enfanga la vida política”, “no podemos consentir sus chantajes al Estado”… Ha sacado a la luz las comisiones del rey emérito, la incorrecta locuacidad de la ministra de Justicia, los encargos particulares de Cospedal… No deja de resultar extraño –o, quizá, habitualmente esperpéntico- que nuestro villano nacional sea un comisario. Sin embargo, el fango con el que nos salpica no lo fabricó él. Se limitó a grabarlo y ahora lo utiliza en función de sus intereses. Villarejo no es la causa sino la consecuencia de la podredumbre del sistema, al menos de una parte importante del mismo. PP y PSOE parecen unidos en la estrategia de matar al mensajero. Es más, habida cuenta de su prolongado silencio, pudiera ser que los “fontaneros” de ambos partidos hayan logrado atajar las filtraciones.
Pero Villarejo no es el único que denuncia en este país. Y la mayor parte de los denunciantes lo hacen con propósitos menos interesados. José Luis López Peñas, concejal de Majalahonda, destapó el caso Gürtel y ha contado a quien le ha querido escuchar el acoso al que fue sometido, sin disponer nunca de protección oficial. Ricardo Costa la consiguió por vía judicial tras exponer las amenazas recibidas desde el círculo de Francisco Camps. Luis Gonzalo Segura, el teniente que denunció la corrupción en las fuerzas armadas, en lugar de ser escuchado, fue separado del ejército en 2015. Ascensión López cumple once años de prisión tras haber denunciado a la monja Dolores Baena como cómplice en el robo de bebés del que la misma Ascensión fue víctima. Los denunciantes de la pederastia en la Iglesia católica tampoco han tenido mucha suerte en España. El caso Romanones, uno de los de mayor trascendencia mediática, se cerró el año pasado con la absolución de Román Martínez, el sacerdote acusado. Gloria Moreno, sargento del Seprona, se enfrenta a cuatro años de cárcel por haber denunciado maltrato animal en Fuerteventura. La abogada Ainhoa Alberdi sufrió amenazas tras denunciar lo que se ha convertido el caso De Miguel, que investiga la corrupción en el PNV. Sin salir de Euskadi, Roberto Sánchez y Patxi Nicolau, denunciantes de las irregularidades en los exámenes de Osakidetza, sufrieron descalificaciones de todo tipo. Son numerosos los casos de mujeres guardias civiles o militares que han visto cómo sus denuncias de acoso, incluso de violación, se volvían contra ellas. Hace tan sólo unos días hemos sabido que un elevado porcentaje de las mujeres que denuncian violencia de género han sido sometidas a procedimientos tan desalentadores que el 60% de ellas no volvería a denunciar. Y aún queda el caso, casi leyenda urbana, de Ramón Francisco Arnau de la Nuez, exagente del CESID conocido como “el Araña”, que lleva veinte años en prisión por acusar a Juan Carlos I de más de mil delitos.
No, España no es país para justicieros. Pero el resto del mundo también cuenta con notables y muy perseguidos denunciantes. Julian Assange, famoso por las filtraciones de Wikileaks, lleva encerrado en la Embajada de Ecuador desde 2012. Edward Snowden, denunció el programa PRISM de vigilancia masiva y ahora goza de asilo provisional en Rusia. Hervé Falciani sigue reclamado por la justicia suiza desde que publicara en 2008 la famosa lista de 130.000 evasores fiscales. Roberto Saviano, tras denunciar en su libro Gomorra a la Camorra napolitana, vive con protección policial.
Sin embargo, nos hemos educado en una mitología moral en la que el héroe es, precisamente, el que denuncia. Contra viento y marea, corriendo riesgos, nos da una lección de integridad marcando con claridad la línea que separa el bien del mal. No duda en señalar la tiranía, la corrupción, el abuso y lo hace desafiando enemigos peligrosos. Este gesto, siempre impulsado por el bien común, le cuesta la condena, el desprestigio, incluso la vida. Se sitúa en la lucha eterna entre la arbitrariedad del poder y el afán de justicia. Nos han contado tantas veces ese relato, trágico al tiempo que ejemplar, que tendemos a pensar que ocurre en el pasado, que una sociedad democrática, correcta y moderna nunca lo permitiría. Los ejemplos citados, unos cuantos entre muchos, ponen de manifiesto su vigencia. El desamparo del denunciante es reconocido por asociaciones de magistrados e instituciones internacionales que exigen a España una ley de protección de testigos.
Una sociedad justa no produce héroes. En ella la normalidad garantiza una convivencia benévola y el ciudadano no se ve obligado a escoger entre la ignominia y la hazaña. A la vista de los casos aquí denunciados, se diría que, al menos por estas tierras, el héroe sigue existiendo, prueba de la pervivencia de la injusticia y, sobre todo, de quienes desde el poder están dispuestos a mantenerla. Los malos siguen donde siempre han estado. Con un agravante, que ahora la memoria del héroe ya no pervive en forma epopeya o de canción sino que queda acallada por el fuego cruzado de los discursos que, sin descanso, se disputan el control de nuestro criterio y adormecen nuestro coraje.
Vamos a mejor. Nuestros hijos vivirán mejor que nosotros como nosotros vivimos mejor que nuestros padres. Y así, una generación tras otra, hasta el final de los tiempos. Esta noción de la Historia como una línea de logros que avanza hacia la perfección social y la realización personal está profundamente arraigada en nuestro imaginario. Pero en los últimos tiempos pierde fuerza. Todavía no hemos vuelto a aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero nuestra confianza en el futuro se tambalea.
La modernidad instaló la idea de progreso ilimitado, un horizonte de expectativas permanentemente abierto en el que cada vez seríamos más sabios y, como consecuencia, más ricos, incluso más buenos. De hecho, nadie en sus cabales preferiría vivir en la Edad Media, en la Roma antigua y, mucho menos, en la Prehistoria. Tendemos a considerar el pasado como tiempo de barbarie donde la miseria, la superstición y la tiranía imponían su durísima ley. Vienen a nuestra mente figuras como Nerón, Calígula, Iván el Terrible o Torquemada, refinados o brutales asesinos presidiendo tiempos de esclavitud y tortura, infestados por la peste, la violencia y la intolerancia.
Puede que la conciencia ecológica haya tenido un importante papel a la hora de desinflar este globo de autocomplacencia. La evidencia de la finitud de los recursos y de los desastrosos efectos de su explotación constituyó, a pesar de negacionismos, la primera señal de alarma. Así empezamos a utilizar términos como reciclaje, retorno, decrecimiento… A partir de los años sesenta se abrió paso la idea de que el mejor futuro, quizá el único, fuera volver al pasado. Este cuestionamiento de los procesos de generación de riqueza obligó a reconsiderar las perspectivas históricas más optimistas.
Al fin y al cabo y con la distancia de los años ¿ha habido siglo más convulso que el XX? La mortandad alcanzada en los conflictos bélicos batió todos los récords y los sangrientos caprichos de reyes o emperadores quedaron empequeñecidos ante la estela de muerte dejada por dictadores como Hitler, Stalin o Mao, sólo por citar a los responsables de decenas de millones de víctimas.
Podríamos argumentar que en las últimas décadas se han extendido políticas de derechos humanos, reconocimiento de minorías, regímenes democráticos y otras fórmulas virtuosas. Sin embargo, a pesar de la avalancha de corrección, las diferencias entre pobres y ricos son hoy las mayores de la historia. Como consecuencia, el poder se halla concentrado en menos manos y se han reducido las posibilidades de progresión social. En un mundo presidido por los más irreprochables valores reina el mayor porcentaje de injusticia que el mundo haya conocido.
Estas evidencias inciden de manera muy diversa en nuestra sociedad. Porque si no tenemos futuro o no es tan prometedor, cambian las políticas y hasta la manera de ver el mundo. La esperanza estructuraba nuestro pensamiento orientándolo hacia la idea de un paraíso prometido. Las doctrinas sociales reconvirtieron al laicismo una noción sustentada antes por las religiones, reduciendo el goce celestial a felicidad terrenal o a justicia social. Desde el punto de vista capitalista, las mejoras científicas y tecnológicas permitirían trabajar menos, vivir más y mejor. Desde el punto de vista obrero, la lucha de clases llevaría a la eliminación de la injusta dicotomía entre explotadores y explotados, conduciendo a la igualdad y a la libertad. De una manera o de otra, alcanzaríamos el paraíso en la tierra.
La crisis, que tanto nos ha afectado y sobre la que tan poco sabemos, ha venido a rematar las ya debilitadas esperanzas en un porvenir luminoso. Todavía no sabemos cómo empezó, si ha terminado o si va a volver con más fuerza. ¿Fue provocada por la quiebra de Lehman Brothers, la venta de subprimes, la burbuja del ladrillo o por vivir por encima de nuestras posibilidades? ¿Las políticas de ajustes fueron beneficiosas o contraproducentes? ¿Ha disminuido la deuda pública y la privada? Esta interesada ambigüedad permite decir un día que hemos recuperado las tasas de empleo y al día siguiente que la vuelta al derroche nos va a castigar más que en 2008. En cualquier caso, el mercado del empleo parece haber cambiado definitivamente. Ya nadie se atreve a prometernos amaneceres que cantan, trabajos estables ni tan siquiera pensiones dignas. Y si las esperanzas capitalistas hacen aguas, las proletarias lo hicieron hace décadas, con las críticas al marxismo y con el derrumbe de los regímenes comunistas. Así que, tanto por la vía del capital como por la obrerista, nuestras esperanzas se esfumaron. Y la esperanza era el mejor aglomerante social. Todos nos unimos en torno a un objetivo que promete mejoras. Pero cuando la esperanza desaparece, surge ese otro pegamento social que es el odio. Funcionan como vasos comunicantes. Sólo nos unimos en torno a una meta o a un peligro. Así vemos cómo se instalan los discursos que construyen un “otro” amenazador. Catalán, español, musulmán, gitano, refugiado, homosexual, feminista… La lista de enemigos aumenta y nosotros, cada vez más desesperanzados, nos dejamos infiltrar por el miedo y adoptamos posiciones de rechazo. Y no es lo mismo estar unidos por la esperanza de conseguir un bien que por el odio para combatir al diferente.
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