Cuando Cyrano de Bergerac llega al sol, descubre que está poblado por pájaros. Son seres sumamente inteligentes que miran con recelo a ese bípedo desplumado. Les resulta feo, torpe y no sabe volar. No obstante, la urraca, que ejerce de anfitriona, decide presentarle a la Asamblea. Cyrano, inmediatamente, se inclina ante el águila. El gesto sorprende a todos. Cyrano explica que sólo intenta ser cortés, por eso se postra ante su rey. La urraca le saca de su error y le dice que nunca se les ocurriría nombrar rey a alguien que destaque por su fiereza. Prefieren que les gobierne un ave de carácter pacífico. Por eso tienen a una paloma como reina. Además, le otorgan un breve mandato. Todas las semanas la someten a juicio y, si algún pájaro está descontento con sus decisiones, pueden condenarla a muerte.

El viaje a los imperios del Sol se publica en Francia en 1662 y, junto con El viaje a los imperios de la Luna (1657) constituyen un díptico que hace de Cyrano precursor de la ciencia ficción. Siguiendo un planteamiento que este género utilizará con frecuencia, se sirve del viaje a otros mundos para criticar la situación en este. Y lo hace en un momento en el que Francia instaura un régimen absolutista, con Luis XIV en el trono y una simbología solar, de águilas, leones y astros rutilantes copando la heráldica nacional. Cyrano de Bergerac, con un par de narices, desafió el poder y sentó las bases de un librepensamiento que desembocaría en la Ilustración.

El águila ha sido símbolo de poder romano, napoleónico, nazi, franquista, norteamericano… El león del persa, castellano, británico, holandés, sueco, escocés… Todavía hoy forman parte de escudos, blasones, banderas de los estados modernos, revelando que, en nuestro imaginario político, seguimos asociando la administración del Estado con la fuerza, incluso con la crueldad. Podía justificarse esta vinculación en tiempos de poder autoritario, con gobernantes que no tenían más legitimidad que el linaje y las armas con que lo defendían. Mandaba el más fuerte o el que mayores fuerzas pudiera concitar. Pero, una vez conquistada la democracia, con mandatarios elegidos por los ciudadanos, toda simbología de la fuerza debería haber desaparecido. Es más, tendría que haber sido sustituida por representaciones sublimadas de la sabiduría, la compasión, la capacidad de diálogo, la honestidad y, aunque el término resulte extraño en el ámbito de la gestión pública, la bondad.

Sin embargo, seguimos enarbolando los mismos belicosos símbolos que en el Antiguo Régimen. ¿Apego a las tradiciones o mantenimiento disimulado de los mismos resortes coercitivos? Nadie puede negar que los mayores criminales de la historia han ocupado puestos de relevancia. Ningún asesino a título personal ha podido batir las cifras de víctimas alcanzadas por los tiranos. Faraones, emperadores, señores feudales, reyes o dictadores son responsables de ejecuciones, purgas, genocidios y, por supuesto, guerras. Todavía hoy abundan los jefes de Estado que se mantienen sobre una pila de cadáveres, Obiang, Kim Jong Sun, Rodrigo Duterte, Al Assad, Daniel Ortega, Salman Abdulaziz… Y aunque no tengan detrás ríos de sangre, la violencia, al menos la arbitrariedad o la corrupción reinan en el panorama gubernamental. Berlusconi, Sarkozy, Erdogan, Viktor Orbán, Cristina de Kirchner, Salinas de Gortari, Buteflika, Michel Temer, Bush, Tony Blair, Maduro, Fidel Castro son sólo unos pocos de la larga lista de acusados de delitos penales o contra los derechos humanos. Y así llegamos a una actualidad dominada por machos alfa como Trump, Putin o Xin Ping. En el otro lado de la balanza, para encontrar figuras de paz, hay que remontarse a Gandhi, Mandela… y poco más.

El hecho de que abunden las personalidades marcadas por la agresividad y la falta de escrúpulos viene a demostrar que los comportamientos políticos no son un mero reflejo de los que encontramos en la sociedad. El porcentaje de actitudes de dominación aumenta notablemente en las áreas cercanas al poder. Ahí se agolpan quienes buscan mando, privilegio y posición en la jerarquía. Los partidos drenan a los más ambiciosos que, con escasas exigencias morales, dejan claro que no están ahí para servir sino para mandar.

En ese sentido los políticos obedecen al mismo perfil que una buena parte de la “clase dirigente”. Existe una psicopatología del ejecutivo, ampliamente estudiada, que se caracteriza por la falta de empatía. En la actual dinámica económica los beneficios empresariales están por encima de cualquier otra consideración. La salud de trabajadores o consumidores queda comprometida por la despiadada competitividad del mercado. Motores que contaminan, alimentos insanos, medicamentos que no curan, bancos que estafan, datos personales en venta… El número de corporaciones de escasa fiabilidad aumenta y sus estrategias se hacen progresivamente opacas. Sólo los “psicócratas” progresan en este mundo de águilas. Es el término que viene a unir, casi indefectiblemente, al psicópata con el poder. Así que, en estos tiempos de cambio político, aceptemos que no nos va a gobernar una paloma y mucho menos un mirlo blanco. Esperemos, al menos, que no sean aves rapaces ni carroñeras.

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