Cuando, tras largo asedio, los turcos entraron en Constantinopla (1453), encontraron a parte de la población sumida en un apasionante debate sobre el sexo de los ángeles. Estaban tan enfrascados que apenas repararon en la violencia de los invasores pasando la ciudad a sangre y fuego. La anécdota, falsa como muchas de las que adornan la historia, quiere ser un ejemplo de cómo una distracción estúpida hace que olvidemos realidades perentorias. “Discutir sobre el sexo de los ángeles” ha quedado como expresión alusiva a la actividad intelectual inútil, incluso enajenadora. Y es cierto que el acontecimiento era importante. La caída de Constantinopla marca el comienzo de la era moderna. Pero no es menos cierto que la tradición teológica constituía el fundamento político del Imperio de Oriente, reafirmado ideológicamente por su cisma religioso con Roma. Por eso caían con frecuencia en estos “bizantinismos”, que no eran sino argumentarios tan sutiles como enrevesados para zanjar cuestiones doctrinales.
Aunque hoy parezca ridículo, el debate sobre el sexo de los ángeles revestía gran transcendencia. El cristianismo hilaba muy fino a la hora de establecer sus dogmas. Los desacuerdos sobre la naturaleza divina de la Santísima Trinidad, sobre la virginidad de María o sobre el valor de los sacramentos podían ser motivo de persecución, excomunión, incluso guerra. La vida espiritual estaba tan tasada como la terrenal, cada pecado tenía su pena o su indulgencia absolutoria. Y los ángeles estaban organizados en nueve órdenes perfectamente jerarquizados, ángeles, serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles… Saber si se reproducían entre ellos y, por lo tanto, se dividían en varones y hembras o si habían sido todos creados por Dios y carecían de sexo, no era baladí.
Las discrepancias sobre la inmaculada concepción de María provocaron el cisma ortodoxo, los poderes absolutorios de la Iglesia el cisma protestante. También tuvieron origen doctrinal las guerras de religión o la de los treinta años, que enfrentaron a los europeos en los siglos XVI y XVII. La normativa era tan rigurosa que marcaba la vida política, social y personal. El Limbo para los inocentes que no habían sido bautizados, el Purgatorio para los pecadores de baja intensidad, el Infierno para los irrecuperables… Pecados veniales, mortales, capitales con penitencias ajustadas a cada uno de ellos… Esta precisión condenatoria, en vigor hasta hace unas décadas, choca con la ambigüedad actualmente reinante.
Bergoglio, al poco de ocupar la silla de San Pedro, declaró que el infierno no es un lugar real sino una metáfora. Hace unos meses añadió que el diablo tiene aspecto humano. Estos mensajes contradicen la numerosa iconografía que se complace en las descripciones del averno y sus monstruosos demonios. Así las cosas, ¿podemos hacernos una idea clara de lo que nos espera en el más allá? Las penas eternas y crueles nos resultan incompatibles con una ética que ni siquiera admite la prisión permanente revisable. Y eso plantea la duda que ya manifestara Voltaire, “¿somos los humanos más misericordiosos que el propio Dios?”
Sin embargo, beatificaciones y canonizaciones siguen produciéndose a buen ritmo. ¿Significa que el Paraíso sí es un lugar concreto? ¿Puede haber cielo si no hay infierno? ¿Existe el Purgatorio? Dogmas, antaño incuestionables, se diluyen en la imprecisión pastoral. ¿Sigue siendo infalible el Papa? ¿El ministerio de Dios tiene que ser exclusivamente masculino? ¿El feminismo es un gol que el diablo ha colado a las mujeres (obispo Munilla) o la Virgen María haría huelga el 8 de marzo (cardenal Osoro)? ¿Siguen excomulgados los divorciados? Esta última cuestión ha hecho que los cardenales Burke y Brandmuller, representantes de la Iglesia más conservadora, acusen a Francisco de hereje y planteen la posibilidad de un cisma.
Los católicos ya no pueden asegurar la pervivencia de dogmas que hasta hace poco asumían con exaltación mística. Las religiones se basan en la aceptación de verdades indiscutibles, creencias que otorgan cohesión al grupo de fieles, “la comunión de la Iglesia”. Los actuales conocimientos científicos, las dinámicas sociales, la nueva moral dificultan la adhesión a unos principios anacrónicos. De ahí viene la necesidad de renovación que encabeza Francisco y su alejamiento de creencias asentadas durante siglos. Pero, vaciada de dogma, la religión se queda en mera liturgia, tradición sin verdadera fe, casi folclore. En estas condiciones, el cumplimiento con el rito sólo sirve para suplir la auténtica experiencia religiosa y para difuminar la línea, a menudo inquisitorial, que separa el bien del mal. La Iglesia opta por seguir siendo influyente, pero renunciando a ser convincente.
El carácter andrógino de los ángeles podría permitir que la Iglesia se planteara cuestiones de género, tan importantes en la sociedad actual. ¿No podrían formar parte de un colectivo LGTBI espiritual? Pero el mito fundacional, profundamente anclado en la tradición, carece ya de recorrido. Así que nos quedan pocas posibilidades de reengancharnos al debate sobre el sexo de los ángeles. Aunque ataquen los turcos.
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