Nomenclatura

Nomenclatura

Para saber el verdadero significado de una palabra no hay que consultar el diccionario sino averiguar quién manda. Lo dijo ya Lewis Carroll en su Alicia, un relato más realista de lo que a primera vista parece. Y, de una manera u otra, así ha sido a lo largo de la Historia. El poder ha acuñado moneda y léxico con similar insistencia. Como valores de intercambio sometidos a la aceptación del grupo, la economía y la semántica se convierten en ámbitos estratégicos de control. Para asentar la jerarquía que estructura una sociedad es necesario establecer, ante todo, “cuánto vale” y “qué significa”. Se necesita un acuerdo básico, una confianza compartida, una convención aceptada, a menudo impuesta, que garantice la correcta –o la más conveniente- circulación del dinero y del vocabulario.

Este control del significado implica, en primer lugar, acotar el espacio de lo innombrable. La religión se encarga de designar la blasfemia, máxima transgresión verbal, castigándola con condena moral, social y hasta con suplicio físico. En la medida en la que el poder ha buscado la sacralización y se ha legitimado mezclando lo terrenal y lo celestial, el hecho de cuestionar la autoridad ha constituido, al mismo tiempo, conspiración y sacrilegio. Con la creación de los estados modernos la terminología política se hace laica, pero no por eso se libera de la censura. Resulta sintomático que el cardenal Richelieu, artífice de una monarquía liberada de las limitaciones feudales de la Edad Media, creara en 1635 la primera Academia de la Lengua. Otros países siguieron el ejemplo y –admitámoslo- su misión nunca se ha limitado al mantenimiento de una supuesta pureza de la lengua. Tras la calificación de “correcto-incorrecto”, “culto-vulgar” se ocultan criterios más ideológicos que estrictamente lingüísticos.

Las revoluciones comunicativas de las últimas décadas permitieron soñar con el final de este monopolio del cuño semántico. Los medios de masas, irrumpiendo con fuerza en los años sesenta del pasado siglo, plantearon la posibilidad de circulación de significados más “populares”. El “feed.-back” impondrá su dictado y el control de las palabras acabará quedando en manos del público, se decía entonces. Internet y las redes sociales también fueron acogidas como la añorada democratización de la información. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros íbamos a ser nuestra propia terminal. A estas alturas y a expensas de una improbable reversión de la tendencia, podemos comprobar lo ilusorio de estas expectativas. El flujo de acuñación del significado sigue circulando de arriba abajo. Es más, con la concentración de la información en unos pocos grupos mediáticos, con los estrictos protocolos impuestos en las redes sociales, con los sistemas de vigilancia en manos de servicios de inteligencia o cuerpos de seguridad la libertad de expresión queda aún más reducida que en tiempos de la imprenta.

El contexto resulta, pues, favorable a las estrategias de limitación de lo “decible”. Los ejemplos cunden por doquier y en España con vergonzosa implantación. Hemos sufrido, con continuidad apenas interrumpida desde el franquismo, una red mediática adscrita al poder político. De hecho, nos hemos acostumbrado a que radio-televisiones públicas estén al servicio del partido con mando en plaza. Por si fuera poco, numerosos medios privados, publicidad institucional interpuesta, acaban entregándose al significado oficial o, al menos, limitan sus críticas. Así, con la mayoría de las emisiones controladas, sólo falta castigar las desviaciones del locutor insumiso. Es lo que el PP hizo con la “ley mordaza”, de cuya derogación, de momento, ni hablamos. Y, para cerrar el círculo, las presiones ejercidas sobre la justicia buscan el control del “veredicto” que, etimológicamente, no es otra cosa que “el dicho verdadero”. El plan obedece a un diseño inteligente y a una voluntad firme de aplicación. Ignacio González lo explicaba en una de las conversaciones interceptadas en el caso Lezo, “si no cuentas con los medios y los jueces, estás perdido”.

Así hemos llegado a un punto en el que resulta menos delincuente el que roba que el que le llama ladrón. Nos vemos obligados a asumir un pasado en el que está penado bromear sobre figuras o símbolos del franquismo y prohibido enjuiciar sus crímenes. Nuestro horizonte expresivo se ha reducido hasta tal punto que resulta más ofensivo gritar “Franco asesino” que sufragar el mantenimiento de su mausoleo. Poco a poco nos hundimos en el error de discernimiento del que advierte el proverbio chino. “Cuando el sabio señala la luna, el estúpido mira el dedo.”

Tuvimos un ejemplo cuando el PP, acusado de corrupción, denunciaba el tono, los modales y hasta la vestimenta de los denunciantes. Más recientemente, el gobierno de Pedro Sánchez ha decidido no atender las declaraciones que acusan al rey emérito con la excusa de que vienen de las cloacas del Estado. Algunos, incluso, han lamentado la inutilidad de insistir en unos hechos por todos conocidos. En definitiva, ante el espectáculo de una luna llena de corrupción, hemos oído, ante todo, “pero qué dedo más feo y qué uña más sucia”. Todo indica que vivimos una nueva nomenclatura, en su acepción lingüística y no soviética, una dictadura nominalista que, cuanto más penaliza la palabra, más exime el acto.

LO QUE SE REMUEVE EN LA TUMBA

LO QUE SE REMUEVE EN LA TUMBA

Suena a entrechocar de huesos y huele a cuerpo corrupto. Desde que el gobierno socialista planteó la exhumación del “caudillo”, matraca esquelética y tufo cadavérico infectan el debate nacional. Vuelven argumentos, actitudes, hasta gestos que algunos creían definitivamente enterrados. Como consecuencia, se resquebraja aún más el argumento de la “transición modélica” con el que se ha venido explicando la historia de una España moderna, finalmente liberada de siglos de opresión. En realidad, basta observar los últimos acontecimientos para comprobar que no es el cadáver de Franco el que se remueve en la tumba. Es el cuerpo o, mejor dicho, algunos cuerpos del franquismo los que están dando muestras de inesperada vitalidad.

El manifiesto de un millar de oficiales del ejército oponiéndose a la profanación de la tumba del que, al parecer, sigue siendo su “generalísimo” ha sido la expresión más clara de tantos y tan beligerantes muertos vivientes. Es verdad que la mayor parte de los firmantes están en la reserva, pero ningún oficial en activo ha condenado el manifiesto ni ha expresado la incompatibilidad de la obediencia constitucional con esa nostálgica concepción de la milicia, mucho menos con una visión tan distorsionada de nuestra historia. Quizá sea porque la raíz fascista mantiene inaceptable vigencia en un ámbito que fue el principal apoyo del Régimen. Además, esto ocurre después de que se hayan celebrado homenajes a Tejero en los cuarteles, de que grupos de legionarios se hayan manifestado contra la eliminación de Millán Astray del callejero y de que sentencias de tribunales militares hayan chocado nuestra actual concepción del derecho. Sin olvidar, por supuesto, el trato sufrido por mujeres soldado o las consecuencias tras presentar quejas por el comportamiento machista de algún superior.

Policía, guardia civil y otros cuerpos de seguridad tampoco presentan un historial impecable en lo que a comportamientos democráticos se refiere. Conocíamos las fotos de guardias civiles posando ante la estatua de Franco en Melilla, nos sorprendimos con los contenidos filo-fascistas del chat de la policía madrileña en el que se amenazaba de muerte a la alcaldesa Carmena. Pero las cosas han ido más lejos en las últimas semanas. La invitación de Billy el Niño a un vino de honor por el comisario Mariscal de Gante o la presentación de un libro sobre ética policial por Juan Cotino, imputado reincidente, se antojan un desafío, quizá una demostración de que no van a cesar los agravios. Y el jefe superior de la policía de Navarra ha dimitido tras descubrirse que utilizaba una cuenta de twiter para insultar a independentistas y políticos de izquierdas. Hasta hemos visto a policías manifestándose por la unidad patria o cargando al grito de “¡viva España!”. Todo ello mientras se mantiene vigente la ley mordaza y las ventajas judiciales que amparan actuaciones y testimonios policiales.

La magistratura tampoco pasa por sus mejores momentos. A sentencias como la de “la manada” han venido a unirse intervenciones descalificatorias de jueces y fiscales contra quienes acudían a la justicia como víctimas. Los varapalos del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo a sentencias de nuestros tribunales, el cuestionamiento de jueces belgas y alemanes a la instrucción de Pablo Llarena de la “rebelión catalana” o la ingerencia de Carlos Lesmes en la sentencia del supremo sobre los impuestos hipotecarios no contribuyen a la buena imagen de la institución. Todo ello viene rematado por la reciente recriminación del Consejo de Europa por no haber puesto en marcha las medidas recomendadas para garantizar la independencia de la justicia.

No se puede terminar este repaso por los efluvios de la tumba franquista sin mencionar el papel de la Iglesia. No sólo porque, vía Vaticano o vía Conferencia Episcopal, sigue sin revelar si se prestará a acoger en la catedral de Madrid los restos del dictador, sino porque en ningún momento ha pedido perdón ni siquiera ha cuestionado el papel que desempeñó durante la guerra civil y en los años más oscuros de la represión. Proclamó cruzada el alzamiento de Franco, no cuestionó el lema que le convertía en caudillo por la gracia de Dios y, a pesar de sus crímenes, le dio amparo bajo palio, presentándolo como católico ejemplar.

Tras meses de pútrido debate, todavía no sabemos cuándo saldrá “la momia del abuelo” del Valle de los Caídos, pero los últimos acontecimientos dejan claro que los que fueran pilares fundamentales de su régimen tienen dificultades para encajar con los valores democráticos. Al final de su mandato y para garantizar a los suyos la continuidad de sus privilegios, Franco pronunció la famosa frase de “todo queda atado y bien atado”. Entonces los españoles la repetíamos como motivo de broma más que de miedo. Cincuenta años después, parece que tenía más fundamento del que creíamos y que, de alguna manera, consiguió frenar el curso de la Historia. Así que podría ocurrir que, en estos tiempos de retorno al autoritarismo, entremos en las nuevas formas de fascismo sin haber llegado a desprendernos del viejo.

Y aún habría que añadir el mantenimiento del ducado de Franco, la pervivencia legal de su Fundación o las negativas de alcaldes a introducir cambios en la toponimia caudillista. Todo indica que, después de tanta profesión de fe democrática y de tanta invocación constitucional, mantenemos la misma actitud amedrentada ante las formas virulentas de poder. Preferimos no enojar a la bestia en lugar de afrontarla. Y la bestia no puede ser más nociva ni más fácilmente identificable. Promueve la lealtad al superior en lugar del mérito individual, la uniformidad en lugar de la diferencia, la adhesión emocional en lugar del cuestionamiento racional, el respeto al símbolo en lugar del debate ético, el deber en lugar del querer… Con crueldad a menudo asesina, elimina toda alternativa: o adhesión o represión, o fervor o terror… Disfruta creando enemigos que canalicen el odio colectivo y, una vez creados, hace constante exhibición de fuerza contra ellos. Organiza desfiles, compactos, marciales, que disfrazan la violencia de valentía o de patriotismo. Como bien decía Unamuno, prefieren vencer (resolución radical de cualquier conflicto) a convencer (acuerdo provisional y siempre cuestionable). No, no se puede poner una vela a la democracia y otra al fascismo. La democracia exige la condena enérgica y constante de las ideologías que la niegan y que merecen permanecer enterradas para siempre bajo la losa anónima de la ignominia.

Moi, fou / Yo, loco

Moi, fou / Yo, loco

Moi, fou publicado por Denoël Graphic: 25-10-2018.

Yo, Loco, Colección: CÓMIC EUROPEO publicado por Norma editorial

Ángel Molinos, doctor en psicología y escritor fallido, vive en Vitoria y es el protagonista de Moi, fou.

Trabaja para el Observatorio de trastornos mentales (OTRAMENT), un centro de investigación afiliado a los Laboratorios Pfizin en Houston, que rastrea la evolución de las enfermedades y prueba nuevas moléculas en cobayas humanas. Su misión es identificar nuevos perfiles “patologizables” para ayudar a Pfizin a expandir su farmacopea.

Las noches de Ángel están atormentadas por pesadillas. De vuelta en su ciudad natal, de la que se fue a los 16 años a causa de unos rumores sobre su homosexualidad, se encuentra con su padre enfermo de alzheimer, ahora monje quien le inició al homoerotismo. Comprende que su trabajo está relacionado con este trauma: crear categorías de “anomalías mentales” para vengarse de la etiqueta homosexual que ha cambiado su vida.

De regreso en Vitoria, decide unirse a la causa de un colega denunciar las prácticas de OTRAMENT. Pero este desaparece, y Ángel encuentra su mano cortada delante de la puerta de su casa. ¿Habrían decidido deshacerse de él? ¿El inventor de falsas locuras se estará volviendo loco?

Esta historia de Big Pharma que separa nuestras vidas y nuestra psiquis para optimizar sus beneficios, se desarrolla en Vitoria, la misteriosa ciudad vasca centro de la “Trilogía del yo” que se convierte para Altarriba en lo que Dublín era para Joyce o Providence for Lovecraft, un lugar mítico desde el cual mueren todos los temores, todas las obsesiones que habitan en sus héroes.

Veneta lanza una novela gráfica sobre el siglo XX español desde la perspectiva de una mujer

Veneta lanza una novela gráfica sobre el siglo XX español desde la perspectiva de una mujer

Junio 2018 por Rodrigo F. S. Souza

La publicación on-line brasileña nerdgeekfeelings.com, se hace eco de la edición en brasileño de “El ala rota”, “Asa Quebrada” en Brasil, realizada por la editorial Veneta y cuya portada nos gusta mucho.

Hacemos una traducción libre del artículo, para ver el original haz clic en este enlace

“En 2012 la Veneta lanzó en Brasil El arte de volar, resultado de la primera asociación entre el guionista Antonio Altarriba y el ilustrador Kim. Este mes llega a las librerías y tiendas de cómic Asa Quebrada, segundo trabajo de la premiada pareja, que revisa la historia de la España del siglo XX.

Después del éxito de El arte de volar (Veneta, 2012), la superpremiada HQ que cuenta la historia de su padre durante la Guerra Civil Española, el escritor Antonio Altarriba vuelve su atención a la trayectoria de su madre, Petra. Una mujer religiosa, modesta y discreta, que evitó al máximo ser el centro de atención. A medida que se profundiza en la historia de su madre, Altarriba descubre otra historia de su país. Una España secreta, de personas que mantuvieron el silencio para sobrevivir y proteger a aquellos que amaban.

Es esa historia gráfica que cuenta en Asa Quebrada, en la que repite la exitosa asociación con el dibujante Kim. Un homenaje a las mujeres que lucharon a su manera por su emancipación y por enfrentar el sufrimiento con un coraje silencioso. El libro ya recibió los principales premios de cómics de España: Splash de mejor novela gráfica española de 2016, Zona Cómic Cegal de mejor cómic de España, Salón del Cómic de Zaragoza de mejor guión, Expocómic de mejor guionista y mejor cómic de España.

Sobre los autores: Antonio Altarriba nació en 1952, en Zaragoza, España. El escritor, guionista y profesor de literatura francesa en la Universidad del País Vasco, es autor de varios álbumes de historietas, como El Arte de Volar (Veneta, 2012), y cuatro premiados romances, además de tener diversos ensayos sobre literatura y cómics.

Kim (Joaquim Aubert i Puig-Arnau) nació en 1941 en Barcelona, España. Sus cómics ya fueron publicados en revistas como El Víbora, Makoki y, principalmente, en la semanal El Jueves, para la que creó en 1977 la serie “Martínez El Facha”, una sátira a la extrema derecha española. El personaje es, hasta hoy, un inmenso éxito y se ha vuelto serie de televisión. Kim es coautor de El arte de volar (Veneta, 2012).

¿Y EL SEXO DE LOS ÁNGELES…?

¿Y EL SEXO DE LOS ÁNGELES…?

Cuando, tras largo asedio, los turcos entraron en Constantinopla (1453), encontraron a parte de la población sumida en un apasionante debate sobre el sexo de los ángeles. Estaban tan enfrascados que apenas repararon en la violencia de los invasores pasando la ciudad a sangre y fuego. La anécdota, falsa como muchas de las que adornan la historia, quiere ser un ejemplo de cómo una distracción estúpida hace que olvidemos realidades perentorias. “Discutir sobre el sexo de los ángeles” ha quedado como expresión alusiva a la actividad intelectual inútil, incluso enajenadora. Y es cierto que el acontecimiento era importante. La caída de Constantinopla marca el comienzo de la era moderna. Pero no es menos cierto que la tradición teológica constituía el fundamento político del Imperio de Oriente, reafirmado ideológicamente por su cisma religioso con Roma. Por eso caían con frecuencia en estos “bizantinismos”, que no eran sino argumentarios tan sutiles como enrevesados para zanjar cuestiones doctrinales.

Aunque hoy parezca ridículo, el debate sobre el sexo de los ángeles revestía gran transcendencia. El cristianismo hilaba muy fino a la hora de establecer sus dogmas. Los desacuerdos sobre la naturaleza divina de la Santísima Trinidad, sobre la virginidad de María o sobre el valor de los sacramentos podían ser motivo de persecución, excomunión, incluso guerra. La vida espiritual estaba tan tasada como la terrenal, cada pecado tenía su pena o su indulgencia absolutoria. Y los ángeles estaban organizados en nueve órdenes perfectamente jerarquizados, ángeles, serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles… Saber si se reproducían entre ellos y, por lo tanto, se dividían en varones y hembras o si habían sido todos creados por Dios y carecían de sexo, no era baladí.

Las discrepancias sobre la inmaculada concepción de María provocaron el cisma ortodoxo, los poderes absolutorios de la Iglesia el cisma protestante. También tuvieron origen doctrinal las guerras de religión o la de los treinta años, que enfrentaron a los europeos en los siglos XVI y XVII. La normativa era tan rigurosa que marcaba la vida política, social y personal. El Limbo para los inocentes que no habían sido bautizados, el Purgatorio para los pecadores de baja intensidad, el Infierno para los irrecuperables… Pecados veniales, mortales, capitales con penitencias ajustadas a cada uno de ellos… Esta precisión condenatoria, en vigor hasta hace unas décadas, choca con la ambigüedad actualmente reinante.

Bergoglio, al poco de ocupar la silla de San Pedro, declaró que el infierno no es un lugar real sino una metáfora. Hace unos meses añadió que el diablo tiene aspecto humano. Estos mensajes contradicen la numerosa iconografía que se complace en las descripciones del averno y sus monstruosos demonios. Así las cosas, ¿podemos hacernos una idea clara de lo que nos espera en el más allá? Las penas eternas y crueles nos resultan incompatibles con una ética que ni siquiera admite la prisión permanente revisable. Y eso plantea la duda que ya manifestara Voltaire, “¿somos los humanos más misericordiosos que el propio Dios?”

Sin embargo, beatificaciones y canonizaciones siguen produciéndose a buen ritmo. ¿Significa que el Paraíso sí es un lugar concreto? ¿Puede haber cielo si no hay infierno? ¿Existe el Purgatorio? Dogmas, antaño incuestionables, se diluyen en la imprecisión pastoral. ¿Sigue siendo infalible el Papa? ¿El ministerio de Dios tiene que ser exclusivamente masculino? ¿El feminismo es un gol que el diablo ha colado a las mujeres (obispo Munilla) o la Virgen María haría huelga el 8 de marzo (cardenal Osoro)? ¿Siguen excomulgados los divorciados? Esta última cuestión ha hecho que los cardenales Burke y Brandmuller, representantes de la Iglesia más conservadora, acusen a Francisco de hereje y planteen la posibilidad de un cisma.

Los católicos ya no pueden asegurar la pervivencia de dogmas que hasta hace poco asumían con exaltación mística. Las religiones se basan en la aceptación de verdades indiscutibles, creencias que otorgan cohesión al grupo de fieles, “la comunión de la Iglesia”. Los actuales conocimientos científicos, las dinámicas sociales, la nueva moral dificultan la adhesión a unos principios anacrónicos. De ahí viene la necesidad de renovación que encabeza Francisco y su alejamiento de creencias asentadas durante siglos. Pero, vaciada de dogma, la religión se queda en mera liturgia, tradición sin verdadera fe, casi folclore. En estas condiciones, el cumplimiento con el rito sólo sirve para suplir la auténtica experiencia religiosa y para difuminar la línea, a menudo inquisitorial, que separa el bien del mal. La Iglesia opta por seguir siendo influyente, pero renunciando a ser convincente.

El carácter andrógino de los ángeles podría permitir que la Iglesia se planteara cuestiones de género, tan importantes en la sociedad actual. ¿No podrían formar parte de un colectivo LGTBI espiritual? Pero el mito fundacional, profundamente anclado en la tradición, carece ya de recorrido. Así que nos quedan pocas posibilidades de reengancharnos al debate sobre el sexo de los ángeles. Aunque ataquen los turcos.

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